domingo, 26 de febrero de 2012

Tebeos (***)

(1962-1964)

Decía mi madre que yo aprendí antes a leer que a hablar, cosa que no es cierta, porque gracias a lo cuidadosos que fueron mis padres tengo el libro de lectura con el que aprendí a leer, y una anotación en la última página, que ya es un texto completo y no palabras sueltas, indica que la pude leer cuando tenía cuatro años y medio, lo cual no es para que figure en el Guinness.

Y el párrafo anterior viene a cuento de que considero que los tebeos pueden hacer que un niño se interese por la lectura: también contaba mi madre que cuando me iban a despertar, más de una vez ya me encontraban despierto leyendo y que tenían que esconderme los tebeos y reñirme para que durmiera las horas necesarias. Y esto tuvo que ser en el periodo en que mi padre aún estaba vivo, es decir, antes de mis siete años.

He puesto tebeos como título y no el original TBO porque precisamente este no me gustaba. Quizá me equivoque porque también los seguí leyendo más tarde y los autores o personajes no fuesen exactamente de esos años, pero mis preferidos eran los de Ibáñez: El botones Sacarino, Rue 13 del Percebe, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, y cómo no, los inmensos Mortadelo y Filemón.

Pero no me olvido de otros dibujantes o de sus creaciones: Vázquez con su Anacleto, agente secreto, Las hermanas Gilda o La familia Cebolleta; Escobar y su Carpanta; y aunque he dicho que no me gustaba TBO, destaco de él La familia Ulises que, aunque siempre me dejaban un cierto regusto amargo, eran los únicos que leía de esta revista.

Yo era un niño reservado, tímido y sin amigos, aunque con tres hermanas menores que yo, y gracias a estas revistas puedo decir que pasé mi infancia con más de una sonrisa en mis labios, y eso que en esos años en mi casa no había mucho por lo que sonreír. Uno de los pocos recuerdos que tengo de mi infancia es una tarde que pasé con mi hermana Amelia mirando los tebeos que teníamos cada uno y, para mi sorpresa, ella tenía más que yo. Y en un rasgo de envidia que he intentado no volver a tener, le pedí a mi madre dinero para ir a comprarme un tebeo. Me dio dos pesetas y fui rápidamente a comprarlo. Compré el primero que pillé y, lo tengo muy presente, nunca me gustaron las historias que en él figuraban.

Escribiendo estos párrafos me ha venido a la memoria la frase “Igualico, igualico, quel difunto de su agüelico” que era la frase final que decía la abuela de Agamenón en cada una de sus historietas.








domingo, 5 de febrero de 2012

Alejandro Dumas (padre): El conde de Montecristo (***)


(749 + 693 pág.; El País)                    (62; diciembre de 2011)                    (1971)

En agosto de 1971 contaba con catorce años y era el último mes que viviría en Lima. Estábamos en casa de la Mamita, la madre de mi padrastro. Era un caserón enorme, pues en él vivían, aparte de la dueña, mis tíos César y Elvira; Joaquín y Queta y sus dos o tres hijas; me parece que también vivía otro tío, Eduardo; y nosotros: mi madre, mis cinco hermanos y el que suscribe. ¡Tenía que ser grande para vivir quince personas y no agobiarse!

La casa era una segunda planta en el malecón de Barranco, pero tan alta era esta planta que cuando llamaban a la puerta de la calle que comunicaba directamente con la vivienda, no bajábamos a abrir, sino que el pestillo de la puerta estaba enganchado a un cordel que iba paralelo al pasamanos y al tirar de él se abría la puerta y cuando el que llegaba era un extraño a la casa había que gritarle que subiera, pero que antes cerrara la puerta.

Como ya habíamos embalado todos nuestros enseres en canastas para volver a España yo no tenía ninguno de mis libros a mano para leer, y César y Elvira, matrimonio de mediana edad que no tenía hijos pero sí una buena biblioteca, me ofrecieron El conde de Montecristo. En ese último mes de estancia en Lima, aunque había escuela nosotros ya no íbamos, por lo que yo tenía todo el día para hacer lo que quisiera y, dada la cantidad de gente que habitaba en esa casa, creo recordar que ni siquiera tenía las mínimas obligaciones de ir a comprar o hacerme la cama.

Así que empecé el que era el libro más gordo que había leído hasta entonces y, lo recuerdo bien, a medida que avanzaba en su lectura iba notando las sensaciones que, creo, Dumas quiso conseguir en sus lectores: pesadumbre al principio de la prisión; admiración ante la capacidad de inventiva del ser humano; sensación de libertad y poder absoluto en el devenir de la historia. Me salto ex profeso el ansia de venganza, pues aunque pueda ser inherente al ser humano, no es para vanagloriarse de ello.

En resumidas cuentas, durante las horas de lectura de esta enorme novela, en cantidad y calidad, sentía que la emoción ante los hechos que describía me quitaba el aliento y me transportaba muy lejos de mi realidad, inhibiéndome de todo lo que representaba tener que abandonar el país en el que habíamos vivido los últimos cinco años y en el que vivía toda la familia de mi padre y que, como así ha sido hasta ahora, ni he vuelto ni podré volver a ver jamás.

Cuando la terminé de leer, para sorpresa de mis tíos por la rapidez, les pedí que me dejaran leer uno de la serie de libros que leían ellos y que tenían en sus mesitas de noche. Aunque no comprendí porqué, se negaron en redondo. Si mal no recuerdo eran unos libros de Bruguera en los que se relataban los amores entre Napoleón y Josefina. Sigo sin entender por qué: ¡al fin y al cabo, era como la parte anterior a la historia que me habían dejado leer!





“El 24 de febrero de 1815, el vigía de Notre Dame de la Garde advirtió la presencia de los tres mástiles del Faraón, procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles.”

eBook: a disposición del que lo solicite.