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pág.; El País) (62;
diciembre de 2011) (1971)
En agosto de
1971 contaba con catorce años y era el último mes que viviría en Lima.
Estábamos en casa de la Mamita, la madre de mi padrastro. Era un caserón
enorme, pues en él vivían, aparte de la dueña, mis tíos César y Elvira; Joaquín
y Queta y sus dos o tres hijas; me parece que también vivía otro tío, Eduardo;
y nosotros: mi madre, mis cinco hermanos y el que suscribe. ¡Tenía que ser
grande para vivir quince personas y no agobiarse!
La casa era
una segunda planta en el malecón de Barranco, pero tan alta era esta planta que
cuando llamaban a la puerta de la calle que comunicaba directamente con la
vivienda, no bajábamos a abrir, sino que el pestillo de la puerta estaba
enganchado a un cordel que iba paralelo al pasamanos y al tirar de él se abría
la puerta y cuando el que llegaba era un extraño a la casa había que gritarle
que subiera, pero que antes cerrara la puerta.
Como ya
habíamos embalado todos nuestros enseres en canastas para volver a España yo no
tenía ninguno de mis libros a mano para leer, y César y Elvira, matrimonio de
mediana edad que no tenía hijos pero sí una buena biblioteca, me ofrecieron El
conde de Montecristo. En ese último mes de estancia en Lima, aunque había
escuela nosotros ya no íbamos, por lo que yo tenía todo el día para hacer lo
que quisiera y, dada la cantidad de gente que habitaba en esa casa, creo
recordar que ni siquiera tenía las mínimas obligaciones de ir a comprar o
hacerme la cama.
Así que empecé el que era el libro
más gordo que había leído hasta entonces y, lo recuerdo bien, a medida que avanzaba
en su lectura iba notando las sensaciones que, creo, Dumas quiso conseguir en
sus lectores: pesadumbre al principio de la prisión; admiración ante la
capacidad de inventiva del ser humano; sensación de libertad y poder absoluto
en el devenir de la historia. Me salto ex profeso el ansia de venganza, pues
aunque pueda ser inherente al ser humano, no es para vanagloriarse de ello.
En resumidas cuentas, durante las
horas de lectura de esta enorme novela, en cantidad y calidad, sentía que la
emoción ante los hechos que describía me quitaba el aliento y me transportaba
muy lejos de mi realidad, inhibiéndome de todo lo que representaba tener que
abandonar el país en el que habíamos vivido los últimos cinco años y en el que
vivía toda la familia de mi padre y que, como así ha sido hasta ahora, ni he
vuelto ni podré volver a ver jamás.
Cuando la terminé de leer, para
sorpresa de mis tíos por la rapidez, les pedí que me dejaran leer uno de la
serie de libros que leían ellos y que tenían en sus mesitas de noche. Aunque no
comprendí porqué, se negaron en redondo. Si mal no recuerdo eran unos libros de
Bruguera en los que se relataban los amores entre Napoleón y Josefina. Sigo sin
entender por qué: ¡al fin y al cabo, era como la parte anterior a la historia
que me habían dejado leer!
“El 24 de febrero de 1815, el vigía de Notre Dame de la Garde
advirtió la presencia de los tres mástiles del Faraón, procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles.”
eBook: a disposición del que lo solicite.
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