(1965-1967 y 1972)
En los dos
años que estuve viviendo con mis abuelos también vivían en esta casa mis tres
hermanas y dos de mis tíos, que en esos momentos eran adolescentes. Para
algunas cosas era tratado como si fuera el hermano menor de ellos, por ejemplo,
comía en la mesa con ellos y mi abuelo y no en la cocina como mis hermanas y mi
abuela y podía ir el sábado al cine solo ¡a pesar de que sólo tenía ocho años!
Por el contrario,
no podía leer los libros que leían mis tíos y que yo tenía gran curiosidad por
conocer: Agatha Christie, El Coyote de J. Mallorquí o novelitas que cabían en el
bolsillo; pero sí me dejaban leer los tebeos de aventuras, es decir, los cómics
españoles: El Jabato, El Capitán Trueno, me parece que aún había otro de este
mismo tenor y, aunque con reparos, también leía alguno de Hazañas Bélicas, cuya
encuadernación apaisada y los cascos de los oficiales con la graduación en
forma de barra vertical me gustaban mucho.
Cuando volví
de Perú iba a visitar cada semana a mi abuelo a casa de un tío mío que tenía un
verdadero arsenal de cómics europeos: tenía las colecciones completas de
Astérix, Iznogud, El teniente Blueberry, además de los especiales de Mortadelo
y Filemón y demás troupe de Ibáñez. Salvo con las historias de Blueberry, cuyos
esmerados dibujos me gustaban mucho, creo que no he reído tanto como con esas
historietas de romanos, las mil y una noches o la Agencia T.I.A., por no hablar
del Botones Sacarino y su escotado, por todos los lados, uniforme.
Poco me
duraron tantos álbumes y, aunque mi abuelo sólo duró tres años más, su compañía
hizo que pasara de la adolescencia a la pre-madurez teniendo alguien con el que
podía hablar de mis tonterías, que me escuchaba sin censurarme y que de forma
sutil me sembraba con parte del gran conocimiento que poseía.
Y lo peor, o
mejor, es que vaticinó mi futuro: cuando le comenté que dejaba de trabajar para
dedicarme a estudiar físicas me dijo que si no me iba bien siempre tendría el “despacho”.
¡Y llevo cuarenta años en uno de ellos!